No quisiera confundir al lector sugiriéndole que los grandes aciertos, la complejidad misma de la evolución tanto el resultado fascinante de fusionar en el futuro la biología con la tecnología, se los debemos al cerebro. En realidad ha ocurrido exactamente lo contrario. Como esta sugiriendo Gary F. Marcus, profesor de Psicología de la ciudad de Nueva York, basta con dar una experiencia básica de la memoria, la toma de decisiones, la felicidad y el lenguaje para comprobar los mil y un defectos de la mente.
Las innovaciones mas espectaculares y trascendentales de la historia de la evolución, la supervivencia de la especie cuando todo apuntaba a su fin, no fue obra de ningún cerebro, sino de la intuición de unos microbios recién llegados dos mil millones de años después de la formación de la Tierra y el sistema solar.
Fue una hazaña bimolecular hilvanada por un pacto entre una bacteria y una célula huésped del reino vegetal. Con toda seguridad, si el futuro tiene salvación, llegara de nuevo de profundizar en el conocimiento de las posibilidades del mundo molecular. Otra hazaña de la evolución se la debemos a las plantas que habrían inventado la fotosíntesis, la posibilidad de arrancar su propio sustento de la luz del sol; no de los rayos más radioactivos, sino de los haces de luz más suaves y transparentes. Los cloroplastos con los que las plantas fabrican alimentos para si mismos son, en realidad, cianobacterias alojadas en las células de las plantas. Ningún contrato de asociación ha resultado tan decisivo como este para la vida en el planeta. En el contexto del pensamiento heredado, que relega injustamente a las plantas y al resto de los organismos a un segundo plano en el motor de la evolución, es conveniente recordar que el descubrimiento mas grande se lo debemos a unos microbios llamados cianobacterias con los que las plantas fabrican su propio alimento, sin necesidad de depredar a otros organismos. Todo ello requiere mucho aprendizaje y memoria genética, indispensable para que las plantas puedan florecer en el momento debido, gestionar bien el tiempo y, en definitiva, como apunta el zoólogo Colin Tudge, desplegar su inteligencia no cerebral. Tendemos a pensar que todo lo que hacen los árboles es crecer y dar sombra, para una inmensa mayoría,, los árboles solo han servido para asentar un proverbio centenario: “Los árboles no le dejan ver el bosque”, se dice de quien en aras del amor a los detalles cotidianos se olvida del proyecto global. En diversos análisis sobre las dimensiones de la felicidad ha quedado bien claro, no obstante, que lo mas frecuente es que la obsesión equivocada por el proyecto globalizador impida disfrutar de los detalles de la vida cotidiana; de manera que al echar en cara a alguien que “el árbol no le deja ver el bosque”, los testigos – si los hubiera- podrían musitar. “¡Menuda suerte la de no perder de vista los detalles del árbol, a pesar de la seducción ejercida por el bosque!”. Es un error que no comete el resto de los mamíferos.
Los árboles son los seres vivos más altos y más viejos que conocemos. Cada uno es un pequeño ecosistema con miles de organismos en interacción. La alianza entre una bacteria y la planta permitió la fotosíntesis; “vivir del aire”, literalmente, en lugar de depredarlos organismos más complejos a los más simples. Sin la fotosíntesis se habría interrumpido la evolución. Un ejemplo más de que, en la naturaleza, la cooperación es una fuerza tan poderosa como la competición. Si las plantas o los animales fueran por la vida solo compitiendo, intentando desbancar a todos los demás, fracasarían. Su éxito también depende de que sepan cooperar.
Tomado de: Eduardo Punset, “Cómo hemos conseguido evolucionar”, en XL semanal, núm. 1.120, 12 de Abril de 2009, pp. 56
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