viernes, 7 de agosto de 2009

Esa gentuza

Paso a menudo por la carrera de San Jerónimo, caminando por la acera opuesta a las Cortes, y a veces coincido con la salida de los diputados del Congreso. Hay coches oficiales con sus conductores y escoltas, periodistas dando los últimos canutazos junto a la verja, y un tropel de individuos de ambos sexos, encorbatados ellos y peripuestas ellas, saliendo del recinto con los aires que pueden ustedes imaginar. No identifico a casi ninguno, y apenas veo los telediarios; pero al pájaro se le conoce por la cagada. Van pavoneándose graves, importantes, seguros de su papel en los destinos de España, camino del coche o del restaurante donde seguirán trazando líneas maestras de la política nacional y periférica. No pocos salen arrogantes y sobrados como estrellas de la tele, con trajes a medida, zapatos caros y maneras afectadas de nuevos ricos. Oportunistas advenedizos que cada mañana se miran al espejo para comprobar que están despiertos y celebrar su buena suerte. Diputados, nada menos. Sin tener, algunos, el bachillerato. Ni haber trabajado en su vida. Desconociendo lo que es madrugar para fichar a las nueve de la mañana, o buscar curro fuera de la protección del partido político al que se afiliaron sabiamente desde jovencitos. Sin miedo a la cola del paro. Sin escrúpulos y sin vergüenza. Y en cada ocasión, cuando me cruzo con ese desfile insultante, con ese espectáculo de prepotencia absurda, experimento un intenso desagrado; un malestar íntimo, hecho de indignación y desprecio. No es un acto reflexivo, como digo. Sólo visceral. Desprovisto de razón. Un estallido de cólera interior. Las ganas de acercarme a cualquiera de ellos y ciscarme en su puta madre. Sé que esto es excesivo. Que siempre hay justos en Sodoma. Gente honrada. Políticos decentes cuya existencia es necesaria. No digo que no. Pero hablo hoy de sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo no elijo cómo me siento. Cómo me salta el automático. Algo debe de ocurrir, sin embargo, cuando a un ciudadano de 57 años y en uso correcto de sus facultades mentales, con la vida resuelta, cultura adecuada, inteligencia media y conocimiento amplio y razonable del mundo, se le sube la pólvora al campanario mientras asiste al desfile de los diputados españoles saliendo de las Cortes. Cuando la náusea y la cólera son tan intensas. Eso me preocupa, por supuesto. Sigo caminando carrera de San Jerónimo abajo, y me pregunto qué está pasando. Hasta qué punto los años, la vida que llevé en otro tiempo, los libros que he leído, el panorama actual, me hacen ver las cosas de modo tan siniestro. Tan agresivo y pesimista. Por qué creo ver sólo gentuza cuando los miro, pese a saber que entre ellos hay gente perfectamente honorable. Por qué, de admirar y respetar a quienes ocuparon esos mismos escaños hace veinte o treinta años, he pasado a despreciar de este modo a sus mediocres reyezuelos sucesores. Por qué unas cuantas docenas de analfabetos irresponsables y pagados de sí mismos, sin distinción de partido ni ideología, pueden amargarme en un instante, de este modo, la tarde, el día, el país y la vida. Quizá porque los conozco, concluyo. No uno por uno, claro, sino a la tropa. La casta general. Los he visto durante años, aquí y afuera. Estuve en los bosques de cruces de madera, en los callejones sin salida a donde llevan sus irresponsabilidades, sus corruptelas, sus ambiciones. Su incultura atroz y su falta de escrúpulos. Conozco las consecuencias. Y sé cómo lo hacen ahora, adaptándose a su tiempo y su momento. Lo sabe cualquiera que se fije. Que lea y mire. Algún día, si tengo la cabeza lo bastante fría, les detallaré a ustedes cómo se lo montan. Cómo y dónde comen y a costa de quién. Cómo se reparten las dietas, los privilegios y los coches oficiales. Cómo organizan entre ellos, en comisiones y visitas institucionales que a nadie importan una mierda, descarados e inútiles viajes turísticos que pagan los contribuyentes. Cómo se han trajinado –ahí no hay discrepancias ideológicas- el privilegio de cobrar la máxima pensión pública de jubilación tras sólo 7 años en el escaño, frente a los 35 de trabajo honrado que necesita un ciudadano común. Cómo quienes llegan a ministros tendrán, al jubilarse, sólidas pensiones compatibles con cualquier trabajo público o privado, pensiones vitalicias cuando lleguen a la edad de jubilación forzosa, e indemnizaciones mensuales del 100% de su salario al cesar en el cargo, cobradas completas y sin hacer cola en ventanillas, desde el primer día. De cualquier modo, por hoy es suficiente. Y se acaba la página. Tenía ganas de echar la pota, eso es todo. De desahogarme dándole a la tecla, y es lo que he hecho. Otro día seré más coherente. Más razonable y objetivo. Quizás. Ahora, por lo menos, mientras camino por la carrera de San Jerónimo, algunos sabrán lo que tengo en la cabeza cuando me cruzo con ellos.
Tomado de: Arturo Pérez-Reverte, “Esa gentuza”, en ABC, núm. 1.132, 5 de Julio de 2009, XL semanal, pp. 8

domingo, 2 de agosto de 2009

¿Cocinar nos hace más humanos?

¿De verdad tiene sentido pasarse el tiempo discutiendo si el tipo de humanos que ahora somos – con las uñas cortadas y los pelos de punta cuando nos dan un susto- es exactamente el mismo de hace 1,6 millones de años? ¿O bien, si por el contrario, los homínidos eran ya perfectamente identificables un millón de años antes de esta fecha?
Un millón de años – es decir 2,6 millones de años- eran tan distintos que no podíamos hablar de la misma especie, y sin embargo un millón de años después, tan idénticos que eran nuestros antepasados. ¿Es así? Pues sí. ¿Y que había pasado entre tanto?
Los criterios que supuestamente nos tornaban mas humanos tenían que ver con el tamaño del cerebro, unas veces; con la adopción del sistema motor bípedo en la sabana africana; con el cambio de dieta omnívora; con el sistema de evolución oculta; con ejercer la vida en pareja, en lugar de la promiscuidad; con los primeros asentamientos agrarios; con el nacimiento del lenguaje hablado y, miles de años después del éxito; y con la capacidad de construir maquinas herramienta. “eso si nos distingue del resto de los animales”, afirmaba tajantemente. Pues resulta que es mentira. Lo que nos distingue realmente y propulsa el disparadero de nuestra diferenciación no tiene nada que ver – o mucho menos de lo que se creía- con el tamaño del cerebro; el hombre Neanderthal lo tenia mayor que nuestros antepasados directos, pero parte importantes de aquel cerebro no se utilizaban adecuadamente. La capacidad metafórica que permitía relacionar dominios dispares como el biológico y el de los materiales era más bien el resultado de algo más importante, acaecido con anterioridad, pero no era en si mismo la causa del gran paso adelante. El echar a andar –o mejor, a correr- con dos piernas en lugar de cuatro patas patenta el modelo teórico para ejecutar el mayor despliegue de energía con el menor consumo posible. ¡Que duda cabe de que la asimilación de carne – en lugar de sólo plantas- suministra mayor energía!...Pero nuestros antepasados fueron carnívoros mucho antes que homínidos, como nosotros. La ovulación oculta de las hembras desempeño un papel sucesivamente contradictorio para disminuir los niveles de infanticidio, primero, e inducir el fortalecimiento de la pareja, después. Pero en nada o casi nada definió nuestra condición de humanos igual ocurre con la monogamia, que deja intacta a la especie, pero la hace más perdurable. El habla, en contra de lo que se ha dicho tan a menudo, no nos ha hecho humanos ni la capacidad de fabricar maquinas herramienta para sobrevivir. ¡Que se lo pregunten sino a los chimpancés!
Ha sido Richard Wrangham, profesor de biología y antropología de la Universidad de Harvard, el que ha puesto el dedo en la llaga. Aunque a muchos paleontólogos y fisiólogos les cueste creerlo, resulta que fue la cocina la que nos hizo humanos. Cocinar permite comer cantidades apreciables de alimento sin gran esfuerzo y concentrar recursos dietéticos sin necesidad de grandes establos para conservar el pienso. Te las arreglas perfectamente con un estomago mucho mas pequeño que el del hombre primitivo y el de las vacas. La cocina nos halaga con sabores y nos hace más felices. ¿Qué más queremos? Lo único que hace falta es el fuego. Para ser humanos como nosotros hacia falta cocinar y, por lo tanto, haber descubierto el fuego un poco antes de lo que habíamos creído hasta ahora.


Tomado de: Eduardo Punset, “Cocinar nos hace más humanos”, en XL semanal, núm. 1.057, 27 de Enero de 2008, pp. 52

sábado, 1 de agosto de 2009

Nostalgia del AK-47

Ayer estuve limpiando el Kalashnikov. No porque tenga intención de presentarme en algún despacho municipal, nacional, central o periférico, preguntar por los que mandan y decir hola, buenas, ratatatatá, repártanse estas bellotas. No siempre las ganas implican intención. El motivo de emplearme a fondo con el Tres en Uno y el paño de frotar es más pacífico y prosaico: lo limpio de vez en cuando, para que no se oxide. No me gustan las armas de fuego. Lo mío son los sables. Pero el Kalashnikov es diferente. Durante dos décadas lo encontré por todas partes, como cualquier reportero de mi generación: Alfonso Rojo, Márquez y gente así. Era parte del paisaje. De modo que, una vez jubilado de la guerra y el pifostio, compré uno por aquello de la nostalgia, lo llevé a Picolandia para que lo legalizaran e inutilizaran, y en mi casa está, entre libros, apoyado en un rincón. Cuando me aburro lo monto y desmonto a oscuras, como me enseñó mi compadre Boldai Tesfamicael en Eritrea, año 77. Me río a solas, con los ojos cerrados y las piezas desparramadas sobre la alfombra, jugando con escopetas a mis años. Clic, clac. La verdad es que montarlo y desmontarlo a ciegas es como ir en bici: no se olvida, y todavía me sale de puta madre. Si un día agoto la inspiración novelesca, puedo ganarme la vida adiestrando a los de la ONCE. Que tomen nota, por si acaso. Tal como viene el futuro, quizás resulte útil. El caso es que estaba limpiando el chisme. Y mientras admiraba su diseño siniestro, bellísimo de puro feo, me convencí una vez más de que el icono del siglo que hace ocho años dejamos atrás no es la cocacola, ni el Che, ni la foto del miliciano de Capa –chunga, aunque la juren auténtica–, ni la aspirina Bayer, ni el Guernica. El icono absoluto es el fusil de asalto Kalashnikov. En 1993 escribí aquí un artículo hablando de eso: de cómo esa arma barata y eficaz se convirtió en símbolo de libertad y de esperanza para los parias de la tierra; para quienes creían que sólo hay una forma de cambiar el mundo: pegándole fuego de punta a punta. En aquel tiempo, cuando estaba claro contra quién era preciso dispararlo, levantar en alto un AK-47 era alzar un desafío y una bandera. Se hicieron muchas revoluciones cuerno de chivo en mano, y tuve el privilegio de presenciar algunas. Las vi nacer, ser aplastadas o terminar en victorias que casi siempre se convirtieron en patéticos números de circo, en rapiñas infames a cargo de antiguos héroes, reales o supuestos, que pronto demostraron ser tan sinvergüenzas como el enemigo, el dictador, el canalla que los había precedido en el palacio presidencial. Víctimas de ayer, verdugos de mañana. Lo de siempre. La tentación del poder y el dinero. La puerca condición humana. De ese modo, el siglo XX se llevó consigo la esperanza, dejándonos a algunos la melancólica certeza de que para ese triste viaje no se necesitaban alforjas cargadas de carne picada, bosques de tumbas, ríos de sangre y miseria. Y así, el Kalashnikov, arma de los pobres y los oprimidos, quedó como símbolo del mundo que pudo ser y no fue. De la revolución mil veces intentada y mil veces vencida, o imposible. De la dignidad y el coraje del hombre, siempre traicionados por el hombre. Del Gran Combate y la Gran Estafa. Y ahora viene la paradoja. En este siglo XXI que empezó con torres gemelas cayéndose e infelices degollados ante cámaras caseras de vídeo, el Kalashnikov sigue presente como icono de la violencia y el crujir de un mundo que se tambalea: este Occidente viejo, egoísta y estúpido que, incapaz de leer el destino en su propia memoria, no advierte que los bárbaros llegaron hace rato, que las horas están contadas, que todas hieren, y que la última, mata. Pero esta vez, el fusil de asalto que sostuvo utopías y puso banda sonora a la historia de media centuria, la llave que pudo abrir puertas cerradas a la libertad y el progreso, ha pasado a otras manos. Lo llevaban hace quince años los carniceros serbios que llenaron los Balcanes de fosas comunes. Lo empuñan hoy los narcos, los gangsters eslavos, las tribus enloquecidas en surrealistas matanzas tribales africanas. Se retratan con él los fanáticos islámicos cuyo odio hemos alentado con nuestra estúpida arrogancia: los que pretenden reventar treinta siglos de cultura occidental echándole por encima a Sócrates, Plutarco, Shakespeare, Cervantes, Montaigne o Montesquieu el manto espeso, el velo negro de la reacción y la oscuridad. Los que irracionales, despiadados, hablan de justicia, de libertad y de futuro con la soga para atar homosexuales en una mano y la piedra para lapidar adúlteras en la otra; mientras nosotros, suicidas imbéciles, en nombre del qué dirán y el buen rollito, sonreímos ofreciéndoles el ojete. Lástima de Kalashnikov, oigan. Quién lo ha visto. Quién lo ve.
Tomado de: Arturo Pérez-Reverte, “Nostalgia del AK-47”, en ABC, núm. 1.100, 23 de Noviembre de 2008, XL semanal, pp. 8