lunes, 4 de octubre de 2010

Cámaras contra la matanza de delfines

Veintitrés mil delfines son asesinados cada año en una caña junto a Taiji, un pueblo del sur de Japón. Lo cuenta un documental, rodado con cámara oculta, que ha arrasado en festivales de medio mundo. Su último premio fue el Oscar. Pero para los creadores de “The Cove”, la mayor aspiración seria detener las capturas.

Una película rodada en su parte cumbre con cámaras ocultas alzo este años el Oscar al mejor documental. Fue el colofón a un año de premios. Cerca de cincuenta festivales se han rendido a sus pies en 2009. Incluido el público del exigente Sundance. The Cove, que significa “la cala”, enseña la práctica de los pescadores de Taiji, un pequeño pueblo de 4.000 habitantes al sur de Japón. Cada año, 23.000 delfines son asesinados durante la temporada de caza –entre octubre y abril- en un pequeña piscina natural formada en la costa, junto a una playa. Es la mayor matanza de estos cetáceos en el mundo, permitida y animada por el Gobierno japonés. Los delfines son arrinconados cada tarde hasta la cala por barcos que crean una barrera de sonido que ahuyenta a los animales, sin saberlo, hacia la muerte horas más tarde. Es al día siguiente, por la mañana, cuando los pescadores empuñan arpones desde sus barcas, matando uno a uno a los apelotonados delfines y llenando de sangre ese trozo de costa.
Sólo unos pocos salvan la vida, seleccionados por expertos entrenadores que luego negocian con acuarios de todo el mundo. Un delfín vivo cuesta al menos 150.000 dólares, reportando entre dos y tres millones de dólares anuales a cada preparador. Sin embargo, un delfín muerto, vendido sólo por su carne, cuesta apenas 600 dólares. Una carne que no es del todo saludable, por sus elevados índices de mercurio, algo que también destapa el documental.
Ric O´Barry era un veinteañero de éxito en los sesenta. Tras pasar por la marina de EEUU, fue contratado por el Seaquarium de Miami como cazador de delfines. Apreso a unos cien, en la bahía de Biscayne o de Vizcaya, junto a Miami. Más tarde fue ascendido y empezó a entrenar a los delfines del parque acuático. Era rico, atractivo y conducía coches de lujo. En 1963, los delfines ya eran un negocio en auge. Estos animales estaban de moda, en parte gracias a tipos como O´Barry, pero sobre todo por la fama que obtuvieron ese año y al siguiente la película Flipper y su secuela. El éxito fue tal que la cadena de televisión NBC se lanzo a realizar una serie. “Los productores llegaron con la idea al Seaquarium. Dijeron que ellos grabarían y publicitarían las instalaciones. A cambio, el acuario tenía que poner los delfines y un entrenador. Yo fue el elegido”, recuerda O´Barry desde Miami. El nombre del show no fue muy original: Flipper. Pero de 1964 a 1967, en los hogares y subconscientes norteamericanos se coló una melodía que repetía y repetía el nombre del delfín más famoso. Su inteligencia y sonrisa llegó a toda América, multiplicándose el boom de los acuarios.
Pero en realidad. Flipper no era un único delfín, sino cinco: Susie, Patty, Kathy, Scotty y Squirt. Todas eran hembras, menos agresivas que los machos y más codiciadas estéticamente, pues su piel no tiene imperfecciones. La ficción mostraba a un solo Flipper, que vivía en una reserva marina –donde era la mascota de un padre y de sus dos hijos- y hacia un montón de acrobacias que le enseñaba O´Barry fuera de pantalla. El delfín salvaba vidas y detenía a criminales. Era un héroe para los niños, clientes potenciales de los acuarios. Negocio.
Pero un día de 1970, la vida de O´Barry volteó. Habían pasado tres años desde que terminara Flipper cuando visito el tanque de hormigón donde vivía Kathy, una de las cinco hembras que participaron en la serie. “Se acerco a mis brazos y dejo de respirar. Se suicido ante mí, fruto del estrés”, asegura O´Barry. Lo cree porque los delfines, al contrario que los seres humanos, no respiran de manera automática y pueden decidir cuando dejar de hacerlo. El evento le dejo “muy tocado”. Dos días después, O´Barry fue encarcelado por intentar liberara a otro delfín. O´Barry se había pasado al lado del activismo.
En los 40 años que han pasado entre aquella muerte de Kathy y el éxito de The Cove, O´Barry ha incomodado a mucha gente. Pero pocos desplantes como el que sufrió hace cinco años en San Diego le han dado más rédito. Su presencia fue prohibida en una conferencia sobre mamíferos marinos. Iba a participar en una de las charlas, pero Seaworld –el acuario de la ciudad y patrocinador del evento- lo impidió. Paradójicamente, ese intento de acallarle fue el germen de The Cove. Dio la casualidad de que allí estaba Louie Psihoyos, un afamado fotógrafo de National Geografic, Newsweek, Time y The New York Times, entre otros: “No le conocía, pero le llame y le pregunté por qué había sido vetado. Ric me hablo de la mayor matanza de delfines en el planeta. Le pregunté: “¿Quién está haciendo algo para impedirlo?”. Me dijo: “Solo yo. Voy la semana que viene, ¿quieres acompañare?”.
Dicho y hecho, O´Barry y Psihoyos se conocieron en Japón. Sus primeros momentos juntos se ven en el documental. Son un tanto surrealistas. O´Barry está obsesionado y ordena a Psihoyos y sus acompañantes que se tapen la boca con mascaras y se pongan gafas de sol para hacerse pasar por japoneses. Ric les dice que están siendo perseguidos. Psihoyos, nos cuenta por teléfono, no podía creerlo: “No hasta que llegamos al hotel y la policía nos pregunto qué hacíamos en Japón. Así que le pusimos una cámara oculta a Ric en un botón de su ropa. Le dije: “Déjame escuchar lo que te pregunte la policía”. A Psihoyos le entro el gusanillo: “Pensé: “Dios, aquí pasa algo. Esto es real. Hay una conspiración para mantener el secreto”: grabar allí iba a ser imposible:” ¿En qué clase de parque nacional no puedes entrar porque la gente local está ocupando matando a los animales salvajes que lo habitan?”.
Las dificultades sólo animaron más a Psihoyos. Su amigo Jim Clark, filántropo y fundador de Netscape, fue su principal apoyo económico. Juntos habían creado en 2005 la Oceanic Preservation Society (OPS), una organización sin ánimo de lucro que busca parar la destrucción del mar. Psihoyos planeo todo minuciosamente, como si fuera una misión militar secreta, para rodar con cámara oculta. Formo su comando audiovisual y volvió a Japón, armado con rocas falsas donde meter minicamaras y otros artilugios como un pequeño helicóptero teledirigido. Y en eso consiste buena parte del documental, en enseñar el increíble proceso para lograr firmar la matanza. Esta llega al final. Es indescriptible, no sólo por los litros de sangre derramados, sino sobre todo por los alaridos de los delfines y por alguna que otra conversación robada a los pescadores, en la que ellos mismos reconocen la destrucción del sistema marino, al recordar épocas pasadas en las que el mar estaba lleno de cetáceos. Las imágenes chocan también a los japoneses. El equipo las enseña en las grandes ciudades. Ric O´Barry se coloca en mitad de la calle, con un televisor adosado a su cuerpo. Las imágenes espantan. Los japoneses de a pie los miran con disgusto. No parecen conocer lo que hacen los pescadores de su país.
Pero el gobierno japonés habla de que la caza de delfines parte de su cultura. Es uno de los argumentos. También dice que hay demasiados delfines que se comen demasiados peces. Los mismos argumentos que Japón dio antiguamente para justificar la matanza de ballenas. Maseyuku Komatsu, director de la Agencia de Pesca de Japón en 2001, asi lo explicaba entonces: “Las ballenas son las cucarachas de los mares porque son demasiado numerosas”.
De poco parece servir, se asegura en The cove, la existencia del CBI o Comisión Ballenera Internacional. Este organismo, fundado en 1949, se centra en la conservación de las ballenas. De las grandes ballenas, pues las especies más pequeñas, los delfines y las marsopas, conocidos todos como pequeños cetáceos, quedaron fuera de la protección. España, que se opone, como la Unión Europea, a la pesca de todo tipo de cetáceos, pertenece a la CBI. Su representante, Carlos Cabana, explica:”Los pequeños cetáceos se regulan localmente. La diferencia entre ballena y ballena pequeña es un problema de discusión interna en la CBI”. Respecto a Japón, asegura Cabana, España y Europa llevan a cabo “acciones diplomáticas” para que el país nipón pare las matanza. Pero los japoneses saben que la fuerza del dinero es la que da votos. The Cove demuestra que países como Antigua y Barbuda, o Saint Kitts o Dominica, logran importantes subvenciones a cambio de los voto que Japón necesita para seguir masacrando delfines. Cabanas se sorprende al escucharlo: “Si eso se demuestra, la CBI debería examinarlo. Comprar votos es inaceptable”:


Tomado de: Álvaro Corcuera, “Cámaras contra la matanza de delfines”, en EL PAÍS SEMANAL, núm. 1.754, 9 de Mayo de 2010, pp. 20-23